“El poder multiplicador de odio que tienen las redes da escalofríos”

por Estefanía Santoro
Fotos: Federico Imas
04 de noviembre de 2021

El sociólogo Ernesto Meccia, autor de “Los últimos homosexuales”, mira en retrospectiva sus vivencias como gay durante la última dictadura, rescata la genealogía de las resistencias disidentes y alerta sobre el avance de los discursos de odio que crecen junto a la derechización política.

A finales de los 70, cuando el niño Ernesto salía a andar en bicicleta por las calles de un pueblo al oeste de la provincia de Buenos Aires, los chicos le tiraban piedras en las ruedas. También pasaba que en el colegio religioso primario al que asistía, lxs maestrxs citaban a sus xadres porque no quería jugar al fútbol. Ya desde entonces, la lectura lo apasionaba más que el deporte. 

El hoy sociólogo Ernesto Meccia dice: “Era tan invivible para mí ese pueblo que le pedí a mis padres que me envíen pupilo con los curas a Luján. Estar pupilo era sinónimo de aislamiento de la barbarie. Por ese tiempo también fantaseaba con otro aislamiento: hacer carrera religiosa y misionar en lugares desconocidos rotativos. La idea era sustraerme a toda mirada conocida. El infierno eran lxs otrxs. En el colegio encontré un mundo silencioso pero hospitalario. Primero porque los curas me transmitieron la disciplina por la lectura, que nunca la abandoné. Segundo, porque no me obligaban a jugar al fútbol. Eso para mí es imborrable. Cuando llegaba la hora del fútbol y yo les pedía permiso para ir a leer”.

Generoso, amoroso, dedicado y respetuoso con sus alumnxs, además de armoniosamente pedagógico, coinciden en definirlo quienes transitan las aulas de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA y la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Universidad Nacional del Litoral. Meccia o “Mecha”, como algunxs lo apodaron después de leer su libro Los últimos homosexuales (segunda edición co-editada por Ediciones UNL y Eudeba), tiene muy presente al Ernesto niño discriminado y al joven que salió del clóset después de cruzar unos besos con un conocido abogado en un baño perdido de la City porteña a mediados de los 80. 

Del otro lado de la línea, Ernesto responde a cada pregunta con una cadencia paciente, la misma que emplea en sus clases de la carrera de Ciencias de la Comunicación. La calidez con la que trata a sus alumnxs es la misma que utiliza para su escritura, sin rodeos, con un vocabulario sencillo y directo, ése con el que demuestra su lucidez para analizar los cambios sociales y que lo convierten en un sociólogo apto para todo público.

En el colegio religioso de la infancia (una construcción de estilo gótico), Ernesto recuerda que no se hablaba de homosexualidad, pero los curas pregonaban la no discriminación. Esa iniciativa le facilitó el tránsito por la institución: “Me sentí protegido, los curas le paraban el carro a cualquiera que cargara a alguien, sin importar el  motivo. Si alguien ofendía a otro porque era gordo o tenía granitos o era afeminado, los hermanos no la dejaban pasar. Señalaban públicamente esa lesión a la convivencia”. Eran igualitaristas. Hoy piensa que fueron esos curas quienes le dieron la primera demostración de que cualquier clase de discriminación era inadmisible.

A sus 18 años, egresado del pupilo, se mudó a Buenos Aires para estudiar Letras. En esa época había iniciado un noviazgo con una joven. Una tarde, camino al Museo del Cine por la zona de Once, le llamó la atención un hombre que dirigía su mirada hacia él desde un puesto de diarios y revistas. “Fue una epifanía”, dice. “Recuerdo que apareció un señor trajeado que no me bajaba la mirada, ahí tuve por primera vez un sacudón profundo en mi sensorialidad, una cuestión en el cuerpo muy impresionante”. 

La historia siguió: “Me acuerdo, muy de la época, que se metió en el baño de un bar, yo lo seguí, nos dimos muestras de atracción hasta que rompió el silencio y me invitó a su casa. Fue una cosa de mucha confusión. Al toque, y no me explico cómo, terminé estudiando Sociología. Letras me seguía gustando pero necesitaba tener conciencia sobre lo que estaba viviendo”. En su casa estaba la Guía del Estudiante que publicada Eudeba (“un libro gordo, del año '82, de color naranja, que tenía los planes de estudios de todas las carreras”). 

"El tema de la derechización en Occidente es complicado y me preocupa, porque veo discursos de odio. No solo contra las diversidades sexuales y genéricas, sino también hacia los inmigrantes o hacia la gente que tiene planes sociales."

Ernesto habló “con la muchacha” con la que estaba saliendo para decirle, sin muchas explicaciones, que no podían seguir con la relación. “Fue el nivel máximo de sinceridad que pude tener. Sentí que la liberaba y me liberaba. Conozco muchas historias de otros pibes más grandes que yo que se casaron y llevaban una doble vida, como se decía habitualmente”.

–¿Esos son los últimos homosexuales de los que hablás en tu libro?

–Sí. Los últimos homosexuales son aquellas personas que transitaron dos épocas: vivieron la época dura de la homosexualidad tanto como la época caracterizada por los cambios que todos conocemos. Imaginate, gente que cuando era joven no tenía, ni pensaba siquiera, en las Marchas del Orgullo y menos en el matrimonio igualitario. Me gusta decir que ellos son una generación bisagra. El cambio social de la homosexualidad es algo que estamos viendo y viviendo. El cambio está entre nosotres. Muchas veces mis colegas me dicen “pero falta mucho”, algo que admito pero que también completo diciendo “pero también cambió mucho”, y les pregunto si conocen alguna clase de opresión sobre la que todavía no falte mucho por hacer. Siempre falta mucho porque las opresiones son obstinadas, pero ver lo mucho que se hizo es rendir un tributo al poder transformador de la militancia. Tengo la propensión a ver agua en el vaso y tengo razones muy sustantivas para hacerlo. 

–¿Por ejemplo?

–La principal es que interactúo permanentemente con gente joven en la Universidad, elles son el presagio de un futuro promisorio en las cuestiones que atañen al género y la sexualidad. Siempre debemos ser críticos respecto de la realidad, porque la realidad puede mejorar, las vidas pueden ser más vivibles, el mundo puede ser más habitable, más hospitalario. Pero si pensamos en lo que era la homosexualidad en aquella época, obviamente que el cambio social está y es sorprendente. Hablo de los últimos homosexuales porque cuando estos cambios comenzaron los protagonistas del libro ya tenían 40, 50, 60 años, es decir, se habían socializado en un entorno que empezaba a resquebrajarse. Uno puede pensar ahora que las cosas están mejor, y que estas personas enseguida van a empezar a valorar el nuevo mundo gay, pero lo que descubrí fue que ellos sentían que, de alguna manera, habían perdido el mundo en el que se habían socializado. 

–¿Cómo era ese mundo?

–Estaba circundado por la homofobia, el patriarcado y los milicos, pero aún en ese contexto se habían fabricado un mundo propio a fuerza de pequeños gestos de desobediencia, o de resistencias de bajo perfil, como me gusta decir. Los bares, las discos o los baños adonde habían ido, o esos otros lugares de la ciudad donde se daban cita sigilosamente, cada vez empezaban a estar con menos gente. La pregunta que me hago en el libro es cómo pueden habitar el mundo nuevo quienes estaban acostumbrados a vivir en el mundo viejo.

–Justamente hablando de ese proceso de cambio y de mayor aceptación, ¿hay una regresión con el avance de las derechas con ideas homofóbicas, en Latinoamérica con los Bolsonaros y también en Europa?

–El tema de la derechización en Occidente es complicado y me preocupa, porque veo discursos de odio. No solo contra las diversidades sexuales y genéricas, sino también hacia los inmigrantes o hacia la gente que tiene planes sociales, entre tantos otros. Acá en Argentina la derechización tuvo un momento soñado con la llegada del Gobierno de Macri, cuando realmente se le soltó la lengua a un montón de gente con discursos que chorrean odio. Las nuevas derechas son enemigas de lo que entienden como políticamente correcto y exhortan a ser incorrectos y rebeldes. El problema es que bajo lo políticamente correcto están un montón de cosas que atañen a nuestras vidas, en especial, los derechos humanos, las garantías, el derecho a la educación sexual, el derecho a la interrupción legal del embarazo, a la igualdad de género, etcétera. Esto es muy preocupante porque no tenemos que olvidar el contexto tecnológico en el que la nuevas derechas operan: pensar en el poder multiplicador de odio que tienen las redes da escalofríos. Esto que me preguntás me interpela mucho, porque yo suelo oponerme a colegas que hablan de la normalización, la asimilación, el aburguesamiento de gays y lesbianas, como si la sociedad ya los hubiera incorporado. Yo no creo del todo en esas hipótesis.

–En España tuvo mucho impacto hace unos meses el crimen de odio de Samuel Luis Muñiz. 

–Creo que un crimen como el de Samuel, lo que está sucediendo acá con la desaparición de Tehuel o el crimen de Daniel Zamudio en Chile hace un tiempo, demuestran justamente que no estamos asimilados. Demuestra que avanzamos mucho, pero que para ciertos sectores sociales inflados de odio por ciertas coyunturas políticas, volvimos a ser el mal abstracto, eso que no se sabe mucho qué es pero es el mal y lleva a situaciones de este tipo. No solamente con nuestra gente, por decirlo de alguna manera. Yo seguí de cerca el tema de los discursos de odio contra la migración latinoamericana reciente en Argentina, y supe de gente que estaba haciendo colas en los hospitales y si eras sospechado de boliviano o paraguayo y estabas en el sistema de salud público argentino, se generaban discusiones, inclusive agresiones físicas. Si prendemos la televisión vamos a ver que está lleno de discursos de odio, tanto por parte de comunicadores, periodistas o personajes mediáticos. Es un momento complejo porque, te repito, hoy el odio es multiplicable de una forma sin precedentes debido a todo lo que permite la cultura digital.

"Teníamos tres años de democracia vigente y, sin embargo, la Policía tenía entre ceja y ceja a los establecimientos de ocio y diversión de los gays y operaba con total impunidad. Tenía un tarifado escalonado para la coima."

–Pareciera que todavía falta mucho para lograr una verdadera aceptación de las identidades no heteronormadas.

–La aceptación es un concepto que no me parece interesante porque se relaciona con la tolerancia y la tolerancia tiene que ver con las relaciones de poder. Alguien marcó la cancha antes que vos y que yo nazcamos y dijo “yo soy el tolerante y vos el tolerado”, y obviamente se tolera algo con lo que no se está de acuerdo. Buscar la aceptación me parece una claudicación. El juego sería así: como acepto que no me aceptan me voy a poner las pilas para que me acepten. ¿Perverso, no? No me gusta ese lenguaje porque quedamos entrampados en un juego asimétrico que no creamos y que lo único que puede producir es una aceptación fantasma.

–Estoy de acuerdo, el término “aceptación” refuerza la idea de que eso está fuera de la norma. ¿Qué otro término podríamos usar?

–Reconocimiento, sin duda. Yo no quiero que me acepten, sí que me reconozcan. Eso quiere decir que me vean tal como soy. Y eso tiene que ser un derecho, no un favor que me haga una persona tolerante. Trayendo un poco a Hannah Arendt te diría que el reconocimiento es el derecho que tenemos que tener de sentarnos a la mesa. La mesa es un artefacto particular porque al mismo tiempo que nos une nos separa: estamos todxs y todxs nos podemos mirar tal como somos desde el lugar que ocupamos. Somos diferentes: cada lugar de la mesa permite esa expresión. Y somos iguales: todes somos comensales. Por eso me gusta pensar en la lucha por el reconocimiento más que en la lucha por la aceptación. Gestionemos nuestros lugares en la mesa y pongámonos a hablar de lo que sea. La mesa con asientos vacíos es un signo de privilegios. Cuando pienso en las militancias LGTBIQ siempre recuerdo esta metáfora. Y desde las luchas por el reconocimiento podemos llegar a pensar que la política de los derechos humanos es incompleta por definición. Nunca va a existir un reconocimiento total; siempre habrá una nueva silla que agregar a esa mesa imaginaria. Es una lucha que no termina.

–¿Cómo era ser gay en dictadura? ¿Cuáles eran los circuitos clandestinos de resistencia que mencionás? 

–Cuando yo pienso en la vida de los gays en la dictadura, siento que soy una especie de pájaro que ve desde arriba el mapa de la ciudad vigilada por los milicos. Por supuesto que bajo la dictadura, la vigilancia y la represión fueron tremendas, pero es impresionante ver cómo aun en esos contextos de vigilancia y represión, los gays podían de alguna manera zafar. Vos decís circuitos de resistencia, y está muy bien: en esos circuitos de resistencia los gays inventaban desobediencias de bajo perfil. Cuando voy aterrizando veo una clase de socialización, que llegué a verla cuando me mudé a Buenos Aires en el año '85, que se daba en los baños públicos de las grandes estaciones terminales de ferrocarril. Parece imposible que, ante tanta vigilancia y represión, la gente pudiera relacionarse a plena luz del día a través de códigos que les permitía levantar y tener el encuentro volcánico con otro cuerpo. Un mundo invisible para quien no era gay, a plena luz del día. Alucinante. También me llegaron para el libro testimonios de los baños públicos de las grandes reparticiones del Estado, de los ministerios públicos, los tribunales, algunas facultades. Después están las leyendas sobre las fiestas en el Tigre, que han retratado tan bien Alejandro Modarelli y Flavio Rapisardi en Fiestas, baños y exilios: los gays porteños en la última dictadura. Y después, mucha gente me ha contado de las fiestas que se daban en algunos departamentos en la ciudad de Buenos Aires. Todo con mucho sigilo y discreción. Tenías que ir caminando cuidándote de no pisar una mina, porque realmente la ciudad era una amenaza latente para quienes hoy conocemos como disidentes sexuales.

–¿Me podés contar alguna historia que te haya impactado de tu investigación?

–Me acuerdo la historia de Luis, que es una historia prototípica. Luis en los últimos años de la dictadura fue a una tetera que funcionaba en la estación de Once. Parecía que iba a empezar a tener una historia con un tipo. Y el tipo al final era un policía que no solo se habrá calentado con él, sino que después le sacó la poca plata que tenía y, no conforme con eso, lo llevó hasta la comisaría. Llamaron a la familia. Luis rogó que hablen con la hermana para que no se enteren sus padres, que ya eran mayores. Para Luis fue muy humillante. La relación con la hermana, que era abogada, no volvió a ser la misma. También recuerdo la historia de Alberto, que nació en el '43. Creció con la idea de que su tío había muerto de tuberculosis. Más adelante se enteró de que era gay y que se suicidó arrojándose desde una terraza. La historia de Carlos, que vivía con un hermano que también era gay y nunca se dijeron nada hasta que un día tuvo un problema de chantaje y recién se animó a contarle. 

"Muchas veces mis colegas me dicen 'pero falta mucho', algo que admito pero que también completo diciendo 'pero también cambió mucho', y les pregunto si conocen alguna clase de opresión sobre la que todavía no falte mucho por hacer."

–¿Y algún recuerdo personal?

–En el año '86, en un boliche gay que se llamaba Contramano, había conocido a un maestro de escuela que se llamaba Lucho, me llevaba unos cuantos años. Tenía una onda increíble para aquel tiempo: tenía una pelada brillante, llevaba aros en las dos orejas y pulseritas trenzadas de varios colores; lo imaginaba laburando con el guardapolvo blanco. Tuvimos un buen enganche y a la semana siguiente fuimos a ver un show con transformistas en un pub gay que se llamaba Manhattan. Nos besamos en el lugar, vino el mozo y nos pidió que ahí adentro no lo hagamos. En el momento no lo podía creer: no poder besar a un gay en un pub gay. Pero cuando uno se ponía a conversar con la gente se iba enterando de cómo venía la mano. Recuerdo que alguien me dijo que en el baño podíamos besarnos, que el problema excedía al dueño del lugar. Teníamos tres años de democracia vigente y, sin embargo, la Policía tenía entre ceja y ceja a los establecimientos de ocio y diversión de los gays y operaba con total impunidad. Tenía un tarifado escalonado para la coima: cuanto más pagaba el dueño del lugar, más permiso se tenía ahí adentro de hacer lo que uno quisiera. Lo mismo pasaba con los espectáculos: si se pagaba la coima básica cantaba algún transformista, si se pagaba la cifra más alta actuaban los strippers. A juzgar por la práctica prohibida del beso, era evidente que esa noche el dueño no había puesto la cantidad de dinero suficiente.

 

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