LA SORDA

por Revista Cítrica
14 de diciembre de 2012

Literatura Cítrica, por Valeria Tentoni.

Ella tenía el cuerpo tieso, como si la hubiera tomado un espasmo. No era miedo, no era dolor. Podía identificar el ladrido de un perro sobre el tinglado. Un sonido que trepaba las cosas, se les encaramaba, y después caía a tierra. Opaco. Un ladrido entero que se repetía como el eco del primer ladrido del primer perro en el mundo.



Era sorda de nacimiento, o eso creía. Esta era su primera música, y sabía que se trataba de un perro sólo porque creía que se trataba de un perro. Un acto de fe, de adivinación.



Todos habían salido, la casa estaba sola en el centro del campo: un terreno ancho de yuyos y margaritas con pétalos de puntas resecas. Lanzas, las flores. Y ella había oído, creía, un ladrido o la idea que tenía de un ladrido.
No estaba segura. Intentó permanecer inmóvil, para agudizar el sentido.
Quería cancelar los cuatro que le restaban, los cuatro que antes le habían dado supervivencia, amplificados, por la falta del quinto. Quería escuchar, y sólo escuchar. Ni ver, ni oler, ni tocar, ni gustar el aire blando del campo, el lapacho erguido frente al cuarto del fondo. Lo que subía como una guirnalda de perfumes cuando, descalza, salía por la mañana para sorber el aire. Los abrojos clavándose en sus talones. Su madre de espaldas, en la cocina: una ola maciza de carne que se abalanzaba sobre las ollas y las espátulas. Los codos de su madre cuando cargaba las botellas. La boca de su madre diciendo a los clientes: “Es sorda. No puede oírlo, pobrecita”. Quedaban pocos en el pueblo que no estuviesen al tanto de que la hija de los lecheros era sorda, la muy pobrecita. Algunos pocos que recibían la noticia, invariablemente, con un alzar de cejas.



Pero ella había escuchado un ladrido. Estaba segura, o no.



No había vuelto a escuchar nada. Como una esclusa que por un único segundo se hubiese dejado inundar por el resto del río, para volver a cerrarse. Clausurada por la misma fuerza que le había dado arranque. Ni aunque no se moviese, ni aunque intentase volver a la posición en la que había oído al perro, afuera, o a la idea de ladrido de perro que se había formado, de tanto ver a los perros adelantando sus cabezas, como efigies, hacia un punto invisible.



Transpiraba. Intentó gritar y no supo si lo hizo: sólo sintió la garganta, tirante, como una cuerda.



Vio venir la camioneta. Su padre manejaba. Ella corrió hacia la entrada. Tragó tierra. Polvo que traía la velocidad desde el camino: una estela granulada que ahora se le pegaba a la lengua.



Hizo tantos gestos a la vez, señaló tantas direcciones, que el hombre no supo qué. Le pidió que se tranquilice. Por un momento entendió que había ladrones en la casa. Después, que a su esposa le había pasado algo. Después, que se habían escapado las vacas. Después no entendió nada, y se cansó de intentarlo. Le dio un abrazo a su hija y caminó con ella hacia la casa, rodeándola con su brazo, empujándola hacia delante con él.



Olvidó contarle que había matado un perro en la ruta por accidente. Que lo había corrido él mismo del asfalto, hasta que el perro quedó sepultado por los girasoles, en el centro del silencio.



* Valeria Tentonies poeta, periodista y narradora. Publicó los poemarios Batalla sonora (2010) y Ajuar (Primer Premio Concurso Editorial Ruinas Circulares, 2011). Con Ne bis in idem obtuvo una mención del Fondo Nacional de la Artes en 2010). Codirige la revista Pájaro y es editora de la Audioteca de poesía contemporánea.
“La sorda” forma parte del libro de relatos El sistema del silencio, de próxima publicación por la editorial 17 Grises.



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